🕴🏻 Los antisistema están en el sistema
La oleada que cuestiona a las instituciones no surge ya de la calle.
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👋🏻 Saludos, votantes,
Ahora que parece que empezamos a acostumbrarnos a vivir acontecimientos históricos llega el momento de vivir también una encrucijada histórica: la de decidir si queremos prescindir de todos los mecanismos institucionales de protección social que nos hemos dado en las últimas décadas o si queremos conservarlos.
Al lío 👇🏻
🧱 Punto uno: haciendo un mundo más pequeño
Vivo en una antigua colonia en el sur de Madrid. 'Colonia' es el nombre que reciben aquí las zonas residenciales para trabajadores que se concibieron como urbanizaciones, pero no cerradas sino integradas en el casco urbano. En ella hay unas decenas de edificios de igual porte -ladrillo cara vista, estructura similar-, en tres tamaños diferentes según las alturas del bloque -cuatro, ocho o catorce- y la superficie de las viviendas. Aunque también tuvieron en su momento la plaquita del yugo y las flechas, indicando que se edificaron con la 'protección oficial' de la dictadura, se diferencian estéticamente del resto de edificios alrededor que, esos sí, son las típicas construcciones tardofranquistas de cuatro alturas ideadas sin siquiera ascensor porque, total, era para acoger a los trabajadores emigrados del campo a la ciudad y para qué iban a necesitar ellos esas cosas.
Más allá de la estética exterior y las comodidades interiores, uno de los rasgos de los edificios de mi zona es que tienen la planta de la calle diáfana, creando unos espacios abiertos entre bloques por los que se podía circular. Resultaba muy práctico porque la colonia se remata con varias zonas verdes, arbolado y parques dispuestos entre los bloques, de modo que era posible atravesar todo circulando bajo los soportales, en un flujo peatonal de múltiples direcciones. “Podía”, “resultaba”, “era”; nótese el pasado.
Desde hace unos años, vivienda tras vivienda, las distintas comunidades han ido votando cerrar su paso privado. Es decir, han rodeado de vallas metálicas la superficie de debajo del edificio, bloqueando el paso a caminos –literalmente- que antes eran transitables. Lo que era un agradable paseo en cualquier dirección se ha convertido en un ridículo rodeo alrededor de uno o varios edificios en función de a la calle hacia la que quieras salir.
El motivo es fácil de imaginar: en los meses de verano, durante la noche, los chavales -y no tan chavales- se quedaban ahí hasta altas horas de la madrugada, bebiendo y gritando. Y claro, molestaban. Yo mismo intenté hablar con ellos varias veces cuando, en invierno, se refugiaban de la lluvia y lo dejaban luego todo lleno de latas, cáscaras de pipa y bolsas de snacks: cero problemas en que estuvieran ahí, pero tenían papeleras a unos metros y vecinos que trabajaban al día siguiente, si no respetaban esas cosas básicas -les decía- tendríamos que acabar cercando nosotros también. Y es justo lo que acabó por pasar hace unos pocos meses.
Tras años siendo la resistencia, una vez todos los edificios habían cerrado sus accesos, decidí dejar de oponerme a las insinuaciones de mis vecinos, que siempre quisieron cerrar -nótese que tengo la suerte de vivir en una comunidad bien avenida donde no nos hacemos la puñeta unos a otros-. No me gustaba, claro, pero no iba a ser el Podemos del edificio –léase, la minoría de bloqueo frente a males menores–.
Personalmente, he ganado una plaza de garaje improvisada para mi moto -tenemos llaves de la valla metálica, y pedí permiso para aparcarla, así que duerme a cubierto y bajo llave sin tener garaje-. Comparte espacio con algunos trastos y colonias de gatos que han sustituido a los jóvenes, ya que entran y salen a través de los barrotes.
En resumen, hemos sacrificado libertad, movimientos y espacio en común a cambio de minimizar injerencias externas. Nos hemos quitado a nosotros mismos espacios para impedir que otros los usen contra nuestros intereses.
Y esto tan triste es una metáfora bastante acertada del momento sociopolítico que nos ha tocado vivir.
🤬 Punto dos: enfadados a ambos lados del espectro
Estamos viviendo el final de un ciclo político nacional muy marcado, el que va desde el 15M hasta nuestros días, en el que el bipartidismo imperante se vio amenazado por el surgimiento de nuevas fuerzas políticas (primero Ciudadanos y Podemos, después Vox y Sumar). Pero en realidad las fuerzas políticas surgidas son la constatación del fracaso de dicha etapa: el 15M protestaba contra las instituciones y los partidos, contra el funcionamiento del sistema, porque parte de la ciudadanía -mayoritariamente urbana- la sentía ajena. Aquello de 'no nos representan', paradójicamente, sirvió para que aparecieran aún más alternativas políticas a ver si así nos sentíamos representados.
El sistema, ya se ve, no se cuestionó más de la cuenta, y el bipartidismo sorteó el envite con cintura. Diez años más tarde poco queda de todo aquello más allá de la reacción contraria a la esperada: si aquel movimiento tenía tintes ideológicamente más cercanos a la izquierda, puede decirse que el mundo actual responde a una nueva oleada de desencanto contra el sistema, pero en esta ocasión desde la derecha.
Es algo de lo que ya se ha hablado en este boletín, eso de que el desencanto ha cambiado de bando ideológico. En cierto modo Vox es, como Podemos, el partido de la gente enfadada con cómo van las cosas, sólo que Podemos estaba enfadado con unas estructuras de poder que veía operar contra la ciudadanía (aquello de la 'casta'), mientras que Vox está enfadado contra lo que parte de la ciudadanía percibe como una amenaza a sus tradiciones, costumbres o idea del mundo (y ahí cabe desde la inmigración al feminismo, pasando por el cambio climático o la libertad individual por encima de lo común).
Pero en realidad ese análisis es un poco simplista porque la cosa trasciende la ideología: lo de España no es, ni mucho menos, un fenómeno único de reacción contra algo que pasó aquí de forma intensa, sino la manifestación local de algo más amplio. El mundo ha cambiado porque nos hemos vuelto desconfiados, como las comunidades de vecinos de mi colonia. Las crisis económicas y la pandemia son parte de las causas de un miedo al presente: antes la vida era predecible y, de pronto, nada lo es.
Por eso, las críticas al globalismo, el resurgir de la incertidumbre bélica o el proteccionismo económico y social no son las causas, sino las consecuencias. Vox, como Trump, Meloni, Le Pen, Milei y tantos otros, son fenómenos alentados por el miedo y la desconfianza mutua. Son los vecinos votando cercar tu parcela para que nadie más pase, aunque eso implique añadir incomodidad a tu día a día.
Pero, y a diferencia de lo que pasó con la primera oleada antisistémica -digamos, más de izquierdas-, en este caso se da una enmienda a la totalidad de los espacios comunes que hemos ido edificando en las últimas décadas. Unos venían a reformar y acabaron ampliando, pero estos vienen con la motosierra en la mano.
La OTAN, la UE, la apertura comercial, la integración, todas esas cosas que -mejores o peores- han moldeado nuestro presente tras aportarnos décadas de relativa paz y prosperidad están ahora bajo cuestión. Muchos sienten que esa prosperidad no ha sido para ellos, que son perdedores de un proceso contra el que ahora se levantan, y por tanto portan las antorchas -bengalas, más bien- y se manifiestan en el Capitolio o en Ferraz.
Tuit de Daniel V. Guisado: “Un nuevo meta-análisis de hasta 36 estudios muestra que la inseguridad económica (acceso vivienda, dificultades económicas subjetivas, austeridad y shocks de deuda) explica alrededor de un tercio de los recientes aumentos del populismo de derechas". Enlace al artículo citado.
💬 Punto tres: una narrativa del desencanto entre todos
Pero no hay narrativa sin discurso, y es aquí donde se puede percibir que no estamos ante un ciclo político sin más, sino ante todo un punto de inflexión: aunque los motivos para el enfado puedan existir (no poder comprar una casa, no llegar a fin de mes), los efectos de dichos motivos, o incluso su propio significado, son en muchas ocasiones falsos. La desinformación es una causa clave de todo lo que se está viviendo, y se ha convertido ya en la nueva normalidad, en ocasiones alentada desde discursos más oficiales (políticos y medios) que marginales.
Por supuesto, la desinformación ha existido siempre, pero nunca antes la mentira ha sido tan realista, inmediata y capaz de colarse ya no en discursos oficiales, sino incluso en círculos privados como conversaciones de WhatsApp. Seguro que tú mismo has tenido que verte desmintiendo bulos que gente cercana ha comentado en conversaciones privadas, virtuales o físicas.
Esa desinformación ha llevado a encastillar posiciones. O, volviendo a la metáfora del inicio, a levantar vallas metálicas a nuestro alrededor: nos sentimos más cómodos enfadados con quienes están junto a nosotros, que percibimos como amenazas, porque eso nos permite protegernos y evitar hacer frente al riesgo de tener que aceptar que quizá no tenemos razón.
La desinformación da alas, por tanto, a la polarización, y todo ello sirve de combustible para el desencanto. Basta echar un vistazo a las portadas de cualquier medio, cualquier día, para entender que un ciudadano medio con problemas de acceso a la vivienda o para llegar a final de mes acabe enfadado con el sistema. Jueces contra políticos, políticos contra medios, medios contra las bases del Estado: no podemos pretender que un ciudadano con problemas reales dilucide de forma racional sobre de quién es la culpa. Al final, calan los mensajes de “todos son iguales” o “somos un Estado fallido”. Del desencanto al cuestionamiento de las estructuras comunes.
Pero no se trata sólo de la (mala) política, de planes maestros en la sombra para tumbar el sistema, o de medios de comunicación que ya no son tales porque ejercen de comisarios ideológicos: es que la ciudadanía ha perdido la confianza en la verdad, en la información contrastada, y llenan ese vacío informándose en espacios poco fiables, en una suerte bucle autoreferente de creciente desconfianza. Es algo que sucede, sobre todo -y ahí reside el peligro- entre los más jóvenes (y hombres, por cierto). Pensar que una influencer de moda, un actor, un tenista o un futbolista pueden saber más de política o economía que los políticos mismos, o que son capaces de revelar cosas que supuestamente los medios callan, es un fracaso no ya del sistema, sino de nosotros mismos como ciudadanía crítica.
Tuit de Dina D. Pomeranz: “Una fuerte división política emerge entre hombres y mujeres jóvenes en muchos países”. Enlace al artículo citado.
El discurso de 'Estado fallido' tras la gestión de la DANA de Valencia no es casual, ni inocente. Si cunde la falsa idea de que el Estado no es capaz de proteger o asistir a la ciudadanía, la pregunta se antoja evidente: ¿para qué necesitamos un Estado? Es la reedición del pequeño empresario, o el autónomo, que se va a vivir a un PAU porque su idea de medrar pasa por vivir en una urbanización cerrada con piscina, aunque eso suponga estar a kilómetros de distancia.
Ya se sabe: la inversión privada desarrolla primero las viviendas y luego, con el tiempo, la capilaridad de lo público llega, en forma de centro de salud, línea de autobús, parada de metro o colegio público. Pero en esos años de diferencia ya arraiga el fantasma de ‘para qué pago impuestos si aquí no hay nada público’, de nuevo en una profecía autocumplida, que cobra fuerza especialmente en los que más han perdido con la globalización, que son, paradójicamente, quienes más dependen de lo público para poder medrar.
Y eso no sólo hay que agradecerlo a los (malos) políticos enzarzados en guerras de desgaste para conseguir o mantener el poder, ni a medios subvencionados o alineados con esas causas políticas. También las empresas llevan años alimentando discursos, en apariencia inocuos, pero que son profundamente dañinos.
Cada vez que una empresa de seguros o de alarmas azuza el miedo infundado a que te 'okupen' la casa hay partes de la sociedad que desarrollan un miedo real a que tal cosa ocurra. Cada vez que se usa como reclamo comercial el 'descontarse el IVA', aunque sea falso porque el IVA se paga igual, la ciudadanía desarrolla sentimientos críticos contra los impuestos. Cada vez que un empresario ‘dona’ algo cala la idea de que el Estado no llega, sin pensar en cuánta es la ganancia directa e indirecta de la solidaridad televisada. Al final la gente acaba odiando esos mismos impuestos que sirvieron para pagar las vacunas que nos devolvieron a la normalidad tras la pandemia, los que sirven también para pagar a los militares que siguen limpiando el barro tras la DANA.
Tuit de Yanina Welp: “No todo tiempo pasado fue mejor, pero sí hay temas en que hubo mayor consenso y hoy son de creciente polarización. Por ej, impuestos. No es disquisición teórica, afecta la gobernanza y la convivencia. ¿Qué hacemos?”
🤔 Uniendo los puntos
Estamos ante una tesitura que no va de izquierdas o derechas, sino de cargarnos el sistema o intentar corregirlo, con todas sus disfuncionalidades. Es otro paso más en la dirección que conduce a un lugar muy oscuro. Hay una línea muy corta el abismo y entre sentir que pagar impuestos es malo, que los inmigrantes son enemigos, que el feminismo es radical o que la libertad individual está por encima de todo lo demás. Hay muchos que quieren cargarse los espacios comunes que han dado forma a la sociedad moderna, pensando que eso les va a favorecer en el futuro. Posiblemente nos demos cuenta demasiado tarde que en los abismos todos acabamos cayendo por igual.
Descansa, espero escribirte de nuevo antes de que estalle un conflicto nuclear abierto, que es lo único que nos falta ya 👋🏻
El itinerario marcado por Borja resulta acertado. A mi parecer, muy nítido y esclarecedor del rumbo actual… Sin embargo, este análisis genera desazón por la actual persistencia de la mirada social individualista tanto en las personas jóvenes como mayores
Esta es una inquietud que compartimos muchos. El mundo transita un cambio profundo, donde podríamos perder mucho de lo que hemos dado por sentado.